martes, 19 de marzo de 2013

Conferencia del profesor Jorge Gamboa en el Congreso de estudiantes de Historia organizado en la ciudad de Buga, Valle, en Noviembre de 2011, sobre el oficio del historiador y la relación de la historia con la antropología a partir de las investigaciones hechas sobre los muiscas del siglo XVI.
(Disponible para su descarga en Lecturas recomendadas).


Sobre el oficio del historiador y el diálogo entre la antropología y la historia:
una reflexión a partir del caso del estudio de los muiscas del siglo XVI.

Jorge Augusto Gamboa
Instituto Colombiano de Antropología e Historia
Conferencia dictada en el Encuentro de Estudiantes de Ciencias Sociales, Buga, Colombia
Noviembre de 2011

Uno de los mayores avances que se dio en el campo de la ciencia social a finales del siglo pasado fue el reconocimiento casi unánime de que todas las disciplinas en que había sido dividida de forma un poco artificial, en el fondo estaban hablando de lo mismo. Es decir, que no debíamos seguir considerando que existía un conjunto de ciencias sociales, en plural, sino que se trataba de un solo campo del saber, una sola “ciencia”. La mayoría de los especialistas estará hoy en día de acuerdo con esto, aunque por supuesto con sesgos y énfasis diferenciados. Las llamadas ciencias sociales o humanas, se consolidaron y adquirieron su carta de ciudadanía en la segunda mitad del siglo XIX, en un momento donde el pensamiento positivista dominaba los ámbitos académicos. Fue un momento en que se le exigía a cualquier tipo de saber cumplir con una serie de requisitos para poder ser aceptado dentro del ámbito de las ciencias y por lo tanto ser reconocido como serio y verdadero. De modo que si un saber quería ser admitido en este selecto grupo debía tener, por ejemplo, un objeto propio, unos métodos de trabajo y unas teorías que lo distinguieran de los demás. Poco a poco, cada disciplina se fue apoderando de una parte del territorio de lo humano y construyó una identidad específica con base en estos parámetros.

Esta situación es la que ha sido fuertemente criticada en las últimas décadas y en buena medida se considera ya superada. En sentido estricto, no hay ninguna diferencia entre el objeto de estudio de la economía, por dar un ejemplo, y el de la sociología, o entre el de las ciencias políticas, la lingüística o la semiótica. Y mucho menos entre la antropología y la historia, que es en lo que se pretende profundizar un poco en este texto. Si nos atenemos al nivel que podríamos llamar “ontológico”, es decir, al nivel de lo que se llama en la tradición positivista el “objeto de estudio”, nuestros campos de trabajo son realmente uno solo: la historia del ser humano en sociedad, en su sentido más amplio posible. Esto incluye la relación del hombre con el mundo natural que lo circunda, la relación de los seres humanos con sus semejantes en grupos estructurados que se desarrollan a lo largo del tiempo y la relación del ser humano consigo mismo. Es el estudio del hombre, hablando de nuevo en un sentido muy amplio, que era lo que en la tradición de la filosofía se llamaba “antropología”. De hecho, en mi caso, que tengo una formación disciplinar de pregrado en antropología, preferiría que a nuestra actividad se le llamara así: antropología, haciendo un homenaje a esta definición que data de la tradición clásica, pero que también coincide con lo que los padres de esta disciplina pretendieron en su momento, que fue considerarla como “el estudio del hombre” o del ser humano en toda su complejidad. Ahí, entonces, cabía todo lo que estoy señalando: el hombre como ser social y como ser biológico, portador de algo muy especial y derivado de su intelecto: la cultura.

Se sabe que esta pretensión también la tuvieron las otras disciplinas de las llamadas ciencias sociales, algunas con más ambición que otras. La sociología francesa, por ejemplo, con figuras como Émile Durkheim, pretendió ser esa ciencia que estudiaba todo lo concerniente al ser humano en sociedad a través del tiempo, tratando de establecer leyes universales, del mismo modo que se creía en aquel entonces de forma equivocada que operaban las ciencias naturales[1]. En Inglaterra, a esto no se le llamó sociología, sino antropología social, con unas pretensiones idénticas y un énfasis en el desarrollo de modelos estructurales sincrónicos y diacrónicos, bajo el amparo del funcionalismo[2]. Inglaterra y en menor medida Francia también, fue la cuna de otro saber que tuvo esta vocación total o totalitaria desde el siglo XVIII: la llamada “economía política”, con grandes pensadores como David Ricardo o Adam Smith[3]. Y esto me recuerda también que la crítica a esta disciplina, impulsada por los socialistas del siglo XIX condujo a la creación por Marx y Engels del materialismo dialéctico, otra tradición del pensamiento social que parte de la base de que no es ontológicamente posible dividir el objeto de estudio que nos ocupa y que todo lo humano debe ser estudiado como un todo estructurado, si queremos llegar a comprenderlo[4].

Pero a pesar de estas pretensiones, finalmente se impuso la idea de una fragmentación o una división del trabajo y empezaron a desarrollarse métodos y teorías distintivos. Aquí es donde la idea de una fragmentación del objeto ha encontrado mayores argumentos para sobrevivir y se aprecia de forma más clara. Las ciencias sociales nacieron no solamente tratando de establecer un objeto de estudio propio para cada una, sino un conjunto de métodos de investigación. Y esto se llevó al extremo de que aún hoy, seguimos asociando casi automáticamente ciertos métodos con ciertas disciplinas, como su marca de identidad. Por ejemplo, el trabajo de archivo es típico de los historiadores, la entrevista abierta es típica de psicólogos, las encuestas de politólogos y sociólogos, el uso de métodos estadísticos es propio de economistas, la investigación participante o etnográfica es propia de antropólogos, etc. En cierto modo esto es bastante lógico. Cada objeto de estudio, cada tema, exige una estrategia metodológica particular para ser investigado y poco a poco esto se fue convirtiendo en un monopolio y un símbolo de identidad de los que practicaban esa disciplina.

El siguiente paso, por supuesto, fue el de la formulación de teorías. Teniendo su objeto y sus métodos propios, cada disciplina empezó a desarrollar sus propias teorías, es decir, sus propias elucubraciones, interpretaciones e hipótesis para tratar de explicar los fenómenos que estudiaba. De este modo, ciertos planteamientos teóricos también terminaron asociados con disciplinas particulares y con pensadores específicos. De modo que llegamos a tener unas teorías psicológicas, unas teorías sociológicas, unas teorías económicas, unas teorías políticas, unas teorías antropológicas e incluso algunas teorías historiográficas. En resumen: para objetos diferentes, entonces métodos y teorías diferentes. Pero todo esto desde el comienzo venía siendo cuestionado y pronto el mismo desarrollo de la historia mundial se encargaría de ponerlo de manifiesto. Las fronteras entre lo económico, lo político, lo simbólico, lo cultural, lo histórico, lo psicológico, etc., que al principio parecían fáciles de establecer, cada vez se revelaron más y más confusas. ¿Dónde está por ejemplo la frontera entre el presente y el pasado, es decir entre lo sociológico y lo histórico, o entre lo que es individual y lo que es colectivo, o entre lo político, lo económico y lo religioso? Además, las fronteras entre lo que se llamaba “civilizado” y lo que se consideraba “salvaje” empezó a borrarse. Ya no era tan claro qué era la cultura de Occidente y qué era lo no Occidental.

Veamos el caso de la relación entre la antropología y algunas disciplinas afines, que es el que conozco mejor, principalmente la historia. Hace algunas décadas, cuando alguien empezaba a estudiar antropología tenía una idea bastante clara en la cabeza acerca de lo que esto se trataba. Era básicamente un estudio de las comunidades indígenas contemporáneas, su relación con la sociedad Occidental y algo de su desarrollo en el pasado. Esta era una idea muy vaga, pero que resultaba bastante acertada de lo que era el quehacer de los antropólogos en esos años. Sin embargo, hoy en día el asunto es muy diferente y ya no se asocia a la antropología con el estudio de sociedades no Occidentales, sino con minorías de todo tipo y con estudios que se enfocan hacia lo cultural o simbólico. La antropología nació entonces marcada por sus orígenes, como aquella ciencia que se ocupaba de las sociedades más simples, menos complejas o menos desarrolladas, como quieran decirlo, que se encontraban fuera de la influencia cultural de Occidente, pero que estaban siendo incorporadas cada vez con más rapidez dentro de un sistema mundial en expansión que pronto acabaría con ellas. Su objeto de estudio por excelencia era este y sus métodos de trabajo los que se imponían para este caso, es decir, la observación participante, la inmersión completa en una realidad social, participando en todas las actividades de los sujetos. A este método se le denominó etnografía y fue el sello distintivo de los antropólogos o etnólogos, como se prefería llamarlos en alguna época.
Recordemos la distinción que hacía Claude Lévi-Strauss, cuando decía que esta ciencia se desarrollaba en tres niveles, que correspondían también a tres momentos de la investigación o tres niveles de abstracción[5]. Primero estaba la etnografía, que era la labor de recolección de datos, mediante el uso de esta técnica de trabajo. El típico etnógrafo era aquel que se iba durante largos periodos a convivir con los nativos, dejando atrás su patria y sus costumbres, acompañado por un diario de campo donde todas las noches anotaba sus observaciones y tal vez ayudado por una cámara fotográfica o una grabadora. El producto de su trabajo era una monografía, llamada también etnografía, que debía ser una descripción fiel del grupo indígena y todos los componentes de su cultura, entendida esta cultura como el conjunto de sus prácticas y creencias. Luego venía el siguiente nivel. A este lo llamaba Lévi-Strauss, la etnología. Era simplemente un estudio comparado. Si un investigador tomaba varias monografías y las comparaba entre sí, podría hallar ciertas regularidades y plantear algunas generalizaciones, pero con un alcance limitado, casi siempre regional. Finalmente, el último nivel de abstracción, sería aquel en que los investigadores, a partir de estos estudios comparados, se atrevían a lanzar generalizaciones y construían teorías aplicables a todos los seres humanos. Era el máximo nivel posible y a esto era a lo que se le llamaba propiamente antropología. Por supuesto, Lévi-Strauss se veía a si mismo como un antropólogo en le pleno sentido de la palabra y su teoría, el estructuralismo, pretendía ser una teoría que analizaba la forma de operar de todas las mentes humanas, sin importar si uno era francés o huitoto. Y así como él, todos los grandes teóricos de la antropología pretendieron crear interpretaciones universales que en síntesis pretendían dar una explicación a la enorme diversidad de las sociedades humanas. En efecto, la antropología se orientó decididamente desde sus inicios a tratar el problema de la variedad de formas culturales en las cuales se ha desarrollado la experiencia humana y su sello teórico distintivo fue una reflexión en torno a la cultura. De hecho, el concepto de cultura, que hoy en día se entiende de forma muy general como una estructura de símbolos, que le da sentido a la experiencia humana, que es producto de la actividad humana pero al mismo tiempo la produce, ha sido el principal campo de acción teórica de esta disciplina.
La historia o historiografía, como su nombre ya lo insinúa, ha tenido desde el inicio una vocación un poco más empírica y ha sido menos dada a las elucubraciones teóricas, aunque no han faltado muchos intentos por crear una "teoría de la historia", entre comillas. Además, su objeto de estudio ha sido definido como el pasado o el desarrollo en el tiempo de las sociedades occidentales. De modo que la historia como disciplina nació reivindicando para si un objeto de estudio que también parecía claramente delimitado: el pasado de la sociedad europea y de sus áreas de influencia por todo el mundo. También sus métodos fueron precisados con cierta exactitud: los historiadores, se decía, trabajan con fuentes, sobre todo escritas, y tratan de establecer hechos objetivos. Su labor consiste en recolectar los datos, para establecer cómo se dieron los hechos más importantes que dieron forma a nuestras sociedades. Rara vez los historiadores se atrevían a teorizar y preferían dejarle esa tarea a los filósofos. Sin embargo, hubo notables propuestas, fruto del diálogo con otras disciplinas y del hecho de que la historia no podía quedarse atrás. Por ejemplo, la conocida teoría de las estructuras sociales que se desarrollan en diferentes velocidades de Fernand Braudel, con sus consideraciones sobre la larga, mediana o corta duración, que se dio en el marco del diálogo intelectual entre los historiadores franceses de la Escuela de los Anales y los antropólogos estructuralistas[6]. Pero en realidad hay que reconocer que la mayor parte de lo que se consideran teorías históricas o historiográficas son en realidad reflexiones desarrolladas en el seno de otras disciplinas como la sociología, la economía, la filosofía, la semiótica o la antropología, que han sido apropiadas por los historiadores.
Lo interesante para nosotros es que realmente nada impide, desde el punto de vista epistemológico que las dos tradiciones disciplinares se entrecrucen y un antropólogo haga historia o un historiador antropología. Aclaro de nuevo que en el fondo creo que estas dos cosas y el resto de las disciplinas son la misma cosa. Pero le tengo respeto a las tradiciones académicas y debo reconocer que es bueno haber sido formado en una de ellas. No creo mucho en las pretensiones que tienen ahora algunos programas académicos de formar investigadores “interdisciplinarios”, entre comillas, desde la cuna. Creo que el ser formado en una u otra disciplina le permite a uno dominar algunas herramientas metodológicas y conceptuales con cierta pericia, pero si de entrada pretendemos formar gente que lo sepa todo, terminaremos formando “toderos” que saben un poco de todo y nada de nada. Pero volvamos a la antropología y la historia y preguntémonos qué es lo que aporta cada una de estas tradiciones disciplinares para el tipo de investigaciones que yo realizo, que se han concentrado en el estudio de las sociedades indígenas americanas en el momento del contacto con los europeos. En primer lugar, es un “objeto de estudio”, si se me permite la expresión, ubicado en un pasado relativamente remoto, con lo cual ya estamos en el terreno de la historia. Por lo tanto necesitamos acudir a los métodos que nos permitan tener un acercamiento a procesos sociales que han dejado una serie de huellas en el registro documental. Se necesita entonces de una serie de métodos y técnicas como la paleografía, típicamente usadas por los historiadores y también acudir a los conocimientos por ellos elaborados sobre la Europa de esos siglos. Sin embargo, se trata de un mundo totalmente diferente al nuestro y además poblado de culturas exóticas, muy diversas. La misma sociedad europea de aquel entonces era tan distinta de la actual que puede ser vista como otro mundo, como otra cultura, frente a la cual estamos tan perplejos como el antropólogo frente a los nativos. Por lo tanto, necesitamos también herramientas metodológicas y conceptuales que nos permitan acercarnos y analizar culturas diferentes a las nuestras y tratar de comprenderlas en sus propios términos. En otras palabras, necesitamos acudir al método etnográfico. Pero entendiendo este método en un sentido muy amplio. Como todos saben, el método etnográfico no es sinónimo de observación participante, lo que evidentemente es imposible en este caso porque no podemos viajar al pasado. Lo que realmente distingue al método etnográfico es que su objetivo es realizar “descripciones densas”, como diría Clifford Geertz, de la cultura[7]. Es decir, pretendemos averiguar cuál es el significado de costumbres y hechos sociales dentro del contexto en que fueron producidos y tratar de hacer una especie de traducción hacia el presente. Y para esto también se vale el uso de fuentes escritas muy remotas. Lo que intentamos es realmente hacer una especie de etnografía del pasado, valiéndonos de las fuentes que tradicionalmente han usado los historiadores. Así es que interpreto yo la propuesta de hacer un estudio histórico de sociedades indígenas o una antropología del pasado.

El periodo colonial es un laboratorio perfecto para hacer este tipo de análisis y ahí es donde he encontrado la utilidad de un enfoque como el que estoy comentando. Podemos actuar simultáneamente como antropólogos y como historiadores, casi sin preocuparnos por la etiqueta o por la tradición disciplinar de la que provengamos, con tal de lograr una mejor comprensión de los fenómenos analizados. Creo que aquí se vale todo y debemos acudir a todas las herramientas técnicas, metodológicas o teóricas que puedan arrojar luz sobre los problemas que nos preocupan. De algún modo, estar frente a otras épocas de nuestro propio desarrollo histórico es como estar frente a otras culturas y por supuesto lo mismo se aplica para las sociedades indígenas que los europeos encontraron en este continente. Tenemos que manejar las técnicas más clásicas de recolección de datos en los archivos, pero también ser sensibles a ciertas sutilezas que tal vez solamente una buena formación en el análisis cultural puede brindar. Esa es la esencia del trabajo etnográfico en archivos. Creo que los grandes avances que se han dado en las últimas décadas en la comprensión de las sociedades indígenas americanas en el momento de la Conquista vienen de esta conjunción de metodologías provenientes de tradiciones distintas. Por ejemplo, en el caso del Perú, los grandes aportes para la comprensión del funcionamiento del imperio del Tawantinsuyu han sido fruto de investigadores con un amplio conocimiento de los debates antropológicos de su momento, pero que también se formaron como historiadores. Baste mencionar a John Murra[8], a Steve Stern[9] o a Karen Spalding[10], por dar solamente algunos nombres. En México, el proceso ha sido similar. Por ejemplo los trabajos de James Lockhart[11] con los nahuas o aztecas, los de Nancy Farriss[12] o los de Mattew Restall[13] con los mayas, han sido fundamentales por su enfoque antropológico e histórico simultáneo. Todos estos autores se mueven muy bien en ambas disciplinas, manejan los debates de cada una de ellas y no se preocupan por las etiquetas. Sin embargo, debo lamentar que en el caso nuestro no ha pasado lo mismo. Por supuesto, hay algunas excepciones, pero en general mi percepción es que en Colombia no ha habido un diálogo fructífero entre antropólogos e historiadores. Por un lado, se han desarrollado tradiciones historiográficas de corte muy empirista, poco sensibles a las diferencias culturales y poco enteradas de los debates en este sentido, que se han limitado a la recolección de datos y a unas interpretaciones bastante esquemáticas. Por otro lado, se han desarrollado tradiciones que se interesan por lo cultural y los debates antropológicos, pero que se han ido al otro extremo, es decir, que han despreciado la tarea de recolección de datos empíricos, dedicándose a construir modelos teóricos de vanguardia, pero con muy poco fundamento en las fuentes.

Voy a detenerme un poco más en el caso de los estudios sobre los grupos indígenas que los españoles denominaron genéricamente muiscas, en el altiplano cundiboyacense durante el siglo XVI, que es el que mejor conozco. Desde ese entonces, los historiadores o cronistas de la época intentaron comprender con qué tipo de sociedades se estaban enfrentando y acudieron a las herramientas conceptuales de que disponían para hacerlo. Los cronistas por supuesto aún no eran ni historiadores ni antropólogos en el sentido actual de esas palabras, pero de hecho actuaron como tales en muchos momentos. Por ejemplo, en el tema de la organización política, trataron de asimilar las estructuras de autoridad tradicional con los reinos europeos que conocían y con el sistema de vasallaje[14]. Sin embargo fueron conscientes de que no se trataba exactamente de lo mismo. Luego, en el siglo XIX, los primeros historiadores de la naciente república acudieron a modelos tomados de lo que se llamaba en aquel entonces el “despotismo oriental” y pensaron que los muiscas se asemejaban a lo que los orientalistas describían para el caso de China o de la India. Es decir, sátrapas o mandarines casi omnipotentes, con cortes fastuosas, que habitaban en palacios como los de las Mil y Una Noches, rodeados de bellas doncellas[15]. Después, al comenzar el siglo XX se impuso una interpretación tomada de la sociología funcionalista y se habló de grandes imperios o estados que habían caído bajo el empuje de los conquistadores. En la primera mitad del siglo XX también se sintió de manera fuerte la influencia del socialismo que llegó a nuestro país y hubo interpretaciones de tipo marxista que identificaron a los muiscas con comunidades primitivas o estados tributarios[16]. Pero la gran revolución teórica en el estudio de los muiscas se vivió a finales de la década de 1970 y comienzos de los ochentas cuando investigadores con formación antropológica como Eduardo Londoño[17] y Carl Langebaek[18] aplicaron a los muiscas el modelo del Estado redistributivo que John Murra había propuesto para el Estado inca del Perú o Tawantinsuyu. Hoy en día este modelo sigue siendo aceptado por la mayoría de los investigadores. Luego, en años más recientes, han llegado los debates de los llamados estudios subalternos y la crítica poscolonial, que en mi humilde opinión no han aportado gran cosa al conocimiento de los muiscas.

Cuando inicié mis estudios sobre este tema hace algunos años, la interpretación que prevalecía era la del Estado redistributivo tomada de la etnohistoria andina. Como buen antropólogo, en un comienzo creí a pie juntillas que los muiscas encajaban muy bien en lo que Murra planteaba para el Perú. Sin embargo, al empezar a estudiar la documentación disponible y algunos estudios sobre otros grupos indígenas americanos, sobre todo los que habitaron en México, empecé a preguntarme si los muiscas no habrían desarrollado su propio tipo de organización socio política, en lugar de ser una simple copia del Perú. A medida que avanzaba en la investigación, me surgían más dudas y me empezó a parecer que el modelo de Estado redistributivo andino no encajaba muy bien con la nueva información que iba descubriendo.

Quise darle entonces a mi trabajo un enfoque  bastante comparativo. Como les decía, creo que esta es una de las ventajas de haber sido formado como antropólogo, ya que uno se acostumbra a que no es suficiente mirar una cultura o un caso y se pretende tener una mirada más amplia sobre los fenómenos. Pero también quise darle a mi investigación un rigor empírico que solamente un juicioso trabajo historiográfico podría brindarme. Acudí entonces a las reflexiones sobre organizaciones políticas no occidentales, es decir a lo que llaman algunos antropología política, y amplié mi rango de comparación hacia otras partes de América, como Mesoamérica, que había sido descuidada por los investigadores nacionales que tendían a privilegiar las comparaciones con el Perú, tal vez por la cercanía geográfica y por los enormes avances que se habían dado en las décadas anteriores en ese campo. Pero lo interesante es que en México estaba sucediendo algo similar. Investigadores como Nancy Farriss o James Lockhart estaban analizando las estructuras de autoridad indígena usando incluso documentos producidos por los mismos indígenas en su propia lengua, lo cual cambiaba mucho el panorama de las investigaciones. Por eso traté de dirigir mi mirada hacia allá y aprender de lo que estaban haciendo estos investigadores.

Sin embargo, la masa documental de que se disponía era algo precaria. Los investigadores de nuestro país habían usado fundamentalmente a los cronistas y eso era muy problemático. Eran relatos escritos de segunda y tercera mano, varios de ellos muchos años después de los hechos que narraban y con visiones muy sesgadas. Por lo tanto lo mejor era buscar las fuentes primarias, los documentos de archivo, que son relativamente abundantes y que curiosamente muy pocos han revisado de manera juiciosa. Es curioso que habiendo tal cantidad de fuentes hayan sido relativamente pocos los que las hayan estudiado. El Archivo General de la Nación y los archivos locales como el de Tunja o los de los pueblos del altiplano están llenos de papeles viejos que esperan por sus investigadores. No es este el espacio para analizar por qué existe esta falta de interés, pero me atrevería a dar algunas pistas. En primer lugar, las modas académicas y las preocupaciones de los investigadores están más orientadas al presente. Un tema como este se ve como una curiosidad, pero se piensa que nada tiene que decirnos sobre los problemas del presente. Los muiscas no son tan populares ni han sido tampoco la base de la identidad nacional, como lo fueron los incas del Perú o los nahuas de México. Se cree que son menos interesantes porque dejaron pocos vestigios materiales que puedan ser convertidos en sitios turísticos, como las ruinas de esas grandes civilizaciones. Y también, aunque parezca increíble, influye el hecho de que los estudiantes piensan que leer documentos del siglo XVI es muy complicado y le huyen a estos temas. Para hacer sus tesis y monografías prefieren basarse en fuentes impresas, para no tener que esforzarse demasiado. Los que se atreven a tratar temas coloniales procuran no ir más atrás del siglo XVIII, para no tener que aprender paleografía. Con tristeza he visto como la formación en esta técnica o en otras cosas que se ven difíciles como los métodos matemáticos, han ido desapareciendo de los planes de estudios de las nuevas carreras de historia y antropología para dar paso a temas más light, con nombres más atractivos para los estudiantes.

Pero volvamos a las fuentes. Aunque decía que son abundantes, de todos modos hay algunos vacíos importantes. Los primeros conquistadores del altiplano llegaron hacia 1537, pero en Colombia no tenemos documentos anteriores a 1550. Ese año hubo un incendio en la casa del escribano de Santafé que destruyó toda la documentación anterior. De modo que la información sobre los 13 primeros años, los más interesantes, se encuentra toda en el Archivo General de Indias de Sevilla y son pocos los que la han consultado, con notables excepciones como Juan Friede, que hizo excelentes aportes[19]. De este modo, comprendí rápidamente que si quería decir algo nuevo debían trabajar con esa documentación y complementarla con lo que se encuentra en Colombia. Al comenzar el análisis de esos documentos, empecé a notar algo muy interesante y fue que las descripciones que hacían los primeros conquistadores, apoyaban un modelo de organización política muy distinto al andino y más parecido al de los nahuas del centro de México o al de los mayas de Yucatán en el siglo XVI. James Lockhart llama a esto un modelo “modular celular” y otro investigador mexicano, Pedro Carrasco, lo llama un modelo de organización política segmentaria con territorios entreverados[20]. Es decir, se trata de unidades políticas autónomas e independientes, sin límites fijos, que sometían a otras unidades que actuaban como células y que podían estar mezcladas en diversos territorios. Estas unidades eran altamente inestables, debido a su autosuficiencia y armaban alianzas de diversas configuraciones que podían romperse en cualquier momento. Esto, entre otras cosas, explica la forma como actuaron al enfrentar la conquista española y la forma relativamente fácil en que los europeos lograron establecer nuevas alianzas a su favor.

El estudio de los documentos de Sevilla y los de los archivos locales, a partir de la aplicación de un método que no dudo en calificar de etnográfico reveló muchas cosas interesantes que aún están en proceso de ser procesadas e incluso aceptadas dentro de la academia. Para sintetizar estos hallazgos, puedo decir hoy en día que nunca existió una sola étnia llamada muisca, sino que se trató de un conjunto de grupos con una gran variedad lingüística y cultural, que los españoles metieron dentro del mismo saco y llamaron genéricamente de esta manera. De modo que cuando hablo de “muiscas” debo hacer esta salvedad. Hoy en día utilizo este término más como una referencia geográfica que como una referencia cultural o étnica. Sin embargo, es posible que todos estos grupos tuvieran algunos rasgos comunes o similares, dada su cercanía geográfica y el hecho de que habitaban entornos naturales muy similares. También es innegable que las lenguas que hablaban pertenecían todas a la gran familia lingüística chibcha.

Por otro lado, no existía una unidad política. Durante años se nos ha enseñado que existieron dos grandes caciques o señores: el zipa de Bogotá y el zaque de Hunza o Tunja. Pero esto no es así. En esos lugares efectivamente había dos caciques poderosos, pero ellos no eran los únicos ni dominaban todo el altiplano. El zipa de Bogotá solamente tenía control sobre lo que hoy en día es el pueblo de Funza y algunos otros asentamientos aledaños. Pero cerca de él había otras entidades políticas y caciques poderosos de su mismo rango como el de Guatavita, el de Ubaté, el de Ubaque o el de Fusagasugá. Todos independientes y no sometidos a este personaje. Y al norte del altiplano, junto al cacique de Tunja, que por cierto no recibía el nombre de “zaque” (y este fue otro hallazgo puntual), estaban los caciques de Sogamoso, Duitama o Chicamocha. Es decir, en lugar de dos grandes jefes que dominaban todo el altiplano, como lo contaron los cronistas, había una gran cantidad de entidades políticas autónomas, organizadas bajo el principio modular-celular ya comentado.

Podría extenderme comentando los hallazgos que se hicieron al aplicar la metodología que les he comentado, pero no es esa mi intención[21]. Solamente quiero señalar que un tema como este del que estoy hablando se presta muy bien para servir de ejemplo de una aplicación muy productiva de dos tradiciones académicas y de sus métodos distintivos. De nuevo insisto en que sin una formación como antropólogo tal vez no habría sido sensible a ciertos temas y detalles que me permitieron hacer una nueva lectura de los datos, pero igualmente, sin una buena formación en las técnicas y métodos de la historiografía se puede caer en la construcción de modelos teóricos sin mucho fundamento empírico que pueden conducir a simples elucubraciones.

Finalmente quisiera concluir señalando en qué estado se encuentra, a mi modo de ver, el estudio sobre las sociedades indígenas en el momento de la conquista en nuestro país, haciendo referencia por supuesto al caso específico de los muiscas que les he comentado. Creo que a pesar de los enormes avances recientes en estos campos aún seguimos manteniendo un atraso bastante grande con respecto a lo que se hace en otros países. La explicación tiene que ver con lo mismo que comentaba hace algunos instantes. Por todas las razones que expliqué, los grupos indígenas que habitaron nuestro territorio en el momento de la conquista no son objeto de mayor interés por parte de los investigadores. Nos limitamos a repetir modelos elaborados hace muchos años y creemos que ya todo está dicho. Pero eso no es así. Basta con comparar el dinamismo que estos temas tienen en países como México o Perú para darnos cuenta de lo lejos que aún estamos de ellos.

En nuestro medio también sigue siendo predominante el enfoque del Estado redistributivo tomado de la etnohistoria andina. Los estudios comparativos no han pasado de ahí y ha sido difícil convencer a los investigadores que deben mirar mucho más allá. Por otro lado, sigue predominando en los círculos académicos e incluso en el público en general, una mirada basada en la Leyenda Negra, una visión un poco catastrofista y lastimera de lo que sucedió en el momento de la conquista, que le niega a los indígenas su calidad de agentes de este proceso. A lo más que se llega es a ver todo lo que hicieron los indígenas como una muestra de “resistencia”, entre comillas, como si ellos no hubieran sido protagonistas de los hechos y no sólo víctimas de los mismos. Lo que llama Mattew Restall, el mito de la gran catástrofe apocalíptica de la conquista sigue siendo el marco de interpretación preferido por muchos especialistas, a pesar de todos los avances que se han dado en este tema, que muestran que necesitamos una visión más matizada.

Pero otros males también nos aquejan. Por ejemplo, en los últimos años ha hecho carrera la idea de que se debe privilegiar la reflexión teórica sobre la recolección de datos o empirismo. Dicho de esta manera creo que es una buena idea, pero esto ha llevado a que esa construcción de modelos teóricos se privilegie y uno ve a muchos estudiantes hoy en día tratando de armar marcos teóricos en el aire y no ponen un pie en los archivos. De hecho, como les comentaba, los planes académicos que se han ido creando en los últimos años han despreciado esa parte del trabajo historiográfico. Es increíble ver que hay estudiantes que llevan más de la mitad de su carrera y no conocen un archivo e incluso ya muchos se están graduando sin haber visto jamás una clase de paleografía. El archivo ha empezado a verse como algo que no le compete a las nuevas generaciones de investigadores, que andan en el Topos Uranus de la teoría y no se ensucian con la investigación de base. Ahí también creo que debemos aprender mucho de la vieja escuela de antropología. No es posible hacer un buen estudio sin haber hecho trabajo de campo y el trabajo de campo del historiador, por lo menos de los que trabajan el periodo del cual les he hablado, es el archivo. Hay que aprender paleografía, hay que familiarizarse con el castellano antiguo, hay que tener el gusto por los papeles viejos, la paciencia de un monje benedictino y saber emocionarse con cada pequeño hallazgo. Es lo que la historiadora francesa Arlette Farge llama la atracción del archivo, pero que desgraciadamente veo que cada vez se va perdiendo[22]. Quiero concluir esta conferencia entonces, haciendo un llamado a las nuevas generaciones aquí presentes a que vuelvan a los archivos y espero que esta charla los anime a hacerlo.


[1] Émile Durkheim, Las reglas del método sociológico (1895; México: Fondo de Cultura Económica, 1997).
[2] A. R. Radcliffe-Brown, El método de la antropología social (Barcelona: Anagrama, 1975).
[3] Adam Smith, La riqueza de las naciones (1776; Madrid: Alianza, 2011).
[4] Karl Marx, Introducción general a la crítica de la economía política (1857; México: Siglo XXI, 2009).
[5] Claude Lévi-Strauss, Antropología estructural (Barcelona: Paidós, 1995).
[6] Fernand Braudel, “La larga duración”, en: La historia y las ciencias sociales (Madrid: Alianza, 1973).
[7] Clifford Geertz, “La descripción densa: hacia una teoría interpretativa de la cultura”, en: La interpretación de las culturas (Barcelona: Gedisa, 1997).
[8] John Murra, La organización económica del Estado Inca (México: Siglo XXI, 1979).
[9] Stern Steve, Los pueblos indígenas del Perú y el desafío de la conquista española (Madrid: Alianza América, 1986).
[10] Karen Spalding, Huarochirí. An Andean Society Under Inca and Spanish Rule (Stanford: Stanford University Press, 1984).
[11] James Lockhart, Los nahuas después de la conquista. Historia social y cultural de la población indígena del México central, siglos XVI-XVIII (México: FCE, 1999).
[12] Nancy M. Farriss, La sociedad maya bajo el dominio colonial. La empresa colectiva de la superviviencia (Madrid: Alianza, 1992).
[13] Matthew Restall, Los siete mitos de la conquista española (Barcelona: Paidos, 2004).
[14] Fray Pedro Aguado, Recopilación historial. 4 t. (c. 1574; Bogotá: Presidencia de la República, 1956).
[15] Ezequiel Uricoechea, Memoria sobre las antigüedades neo-granadinas (1854; Bogotá: Banco Popular, 1984).
[16] Guillermo Hernández Rodríguez, De los Chibchas a la Colonia y la República (Del Clan a la Encomienda y el Latifundio en Colombia) (Bogotá: Universidad Nacional, 1949) y Hermes Tovar Pinzón, Notas sobre el modo de producción precolombino (Bogotá: Aquelarre, 1974).
[17] Eduardo Londoño Laverde, “Los cacicazgos muisca a la llegada de los conquistadores españoles. El caso del zacazgo o ‘Reino’ de Tunja”. Tesis de pregrado en antropología. Universidad de los Andes, Bogotá, 1985.
[18] Carl Langebaek, Mercados, poblamiento e integración étnica entre los Muiscas, siglo XVI (Bogotá: Banco de la República, 1987).
[19] Juan Friede, Descubrimiento del Nuevo Reino de Granada y fundación de Bogotá (1536-1539) (Bogotá: Banco de la República, 1960).
[20] Pedro Carrasco, Estructura político-territorial del Imperio tenochca. La triple alianza de Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlacopan (México: FCE, 1996).
[21] Todo lo que se ha comentado sobre los muiscas se puede encontrar en: Jorge Augusto Gamboa, El cacicazgo muisca en los años posteriores a la Conquista: del sihipkua al cacique colonial (1537-1575) (Bogotá: Icanh, 2010).
[22] Arlette Farge, La atracción del archivo (Valencia: Alfons el Magnánim, 1991).



No hay comentarios.:

Publicar un comentario